Hubo una época en que se afirmaba con bastante razón que la finalidad del sistema penal era la coerción y sometimiento de las grandes mayorías, obligar a la gente excluida a soportar sin rebelarse las penurias de la explotación.
Grandes obras de la literatura como “Los Miserables”, de Víctor Hugo, retratan ese rol de las cárceles y las autoridades policiales y judiciales como engranajes de un aparato de sometimiento y administración del castigo, del dolor.
El desarrollo y la expansión de la democracia como sistema político y de inclusión social vino a renovar y refundar la legalidad, el derecho y el sistema penal, y, en la última etapa, sobre todo allí donde las prácticas y la cultura democrática están más afianzadas, los sistemas penitenciarios.
La universalización de los derechos humanos, de los principios democráticos, ha conllevado la paulatina reforma de la justicia, la policía y el sistema carcelario en muchos países en los que persiste un alto grado de exclusión social.
La insuficiencia de democracia social y económica limita el desarrollo y funcionamiento de un estado democrático de derecho, pues las garantías y cumplimiento de los pactos sociales son precarias.
La promoción de una cultura de legalidad democrática exige que el desarrollo social y económico alcance a las grandes mayorías. Por eso la lucha contra la pobreza y la exclusión constituye la base del desarrollo democrático y de la cohesión social.
Hay que exigir el cumplimiento de la ley, la superación de la impunidad y de la corrupción.
Eso aumentará la credibilidad y legitimidad entre todos los sectores de la sociedad, pero en la base de todo se encuentra la promoción de mayor equidad, de un compromiso que incluya también los derechos económicos y sociales.
Publicado en Santo Domingo, fecha 15 Junio 2011, ver publicación en artículo del periódico