Cuando en el concepto de democracia incorporamos la dimensión del diálogo generador de opiniones, forjador de voluntades colectivas, estamos hablando de deliberación, según anotara James Fishkin en su obra sobre el tema, hace ya más de quince años.
La política democrática contemporánea se caracteriza, precisamente, por la apertura al diálogo, a la contraposición de opiniones, a la crítica y hasta a la autocrítica en procura de producir ese estado dinámico designado por los conceptos de buen gobierno o gobernanza.
El concepto de política como proceso generador de voluntad y decisiones colectivas, como proceso de construcción de la legitimación democrática, acoge con la mejor disposición el ejercicio ciudadano de la crítica, el análisis de las diversas opciones frente a cada situación y del fundamento de cada una de ellas.
No se trata de que los actores políticos – sobre todo los que ejercen funciones de decisión en cualesquiera de los poderes del Estado—resignen a su capacidad de defender o respaldar con hechos y argumentos sus ejecutorias, sino de que en el direccionamiento de sus actuaciones políticas siempre contemplen la posibilidad de la confrontación de pareceres como sustancia misma de la conducción democrática y del proceso de deliberación que es consustancial a la formación de la voluntad democrática colectiva.
Asumir que en la actuación desde el poder, en la administración pública, en la conducción del Estado, el ejercicio de la crítica es positivo, es comprender que la democracia no se limita a un procedimiento eleccionario competitivo, sino que el ejercicio de criterio es más importante aún que el momento electoral porque la deliberación y formación de opiniones es lo que construye la cultura democrática, la tolerancia frente a las diferencias y el hábito de fundamentar y argumentar racionalmente como fundamentales en la cultura política contemporánea.
Publicado en Santo Domingo, fecha 27 de julio de 2011, ver publicación en Perspectiva Ciudadana