La discrecionalidad con que muchas de las personas electas o designadas en cargos de responsabilidad pública ejercen sus funciones y la forma personalista y arbitraria en que manejan las obligaciones derivadas del marco institucional vigente, constituyen una práctica tradicional del ejercicio político en la República Dominicana, expresión de lo que los entendidos han denominado concepción patrimonialista del Estado. Pero a ella se ha agregado, en los últimos años, la tendencia a que funcionarios públicos exhiban, además, actitudes de desplante, alteración o simplemente mala educación en sus conductas frente a la opinión pública y hasta a sus propios compañeros de gobierno o colegas, en el caso de funcionarios electos.
Los funcionarios electos y designados que al expresarse públicamente dan ejemplos de mala educación e irrespeto por las buenas formas parecen olvidar que la autoridad que les ha sido conferida es un mandato y no una potestad que les es inherente. No es su propiedad, es un encargo. Esta autoridad tiene obligaciones que incluyen normas de conducta que aunque no estén formalmente expresadas constituyen un código implícito que deberían respetar. Y lo mismo vale –aunque en diferente medida– para todo el que ejerce funciones que lo exponen constantemente ante la opinión pública o cuyas actuaciones pueden contribuir a modelar la percepción y la conducta social.
Cuando una autoridad se pronuncia sobre diversos asuntos en términos que dan la impresión de que las atribuciones que les confieren sus cargos son una potestad personal y que ella no tiene que rendir cuentas ni guardar las formas, hace un daño considerable a la cohesión social y a la capacidad que tenemos de solucionar los problemas y necesidades que nos afectan como comunidad. Quien ostenta responsabilidades públicas está obligado a normas de comportamiento adecuado.
Publicado en Santo Domingo, fecha 13 de octubre de 2010, Ver publicación en Perspectiva Ciudadana
