Se acepta generalmente que los hechos valen 
más que mil palabras. Esa es la razón por la que las declaraciones, documentos, decretos, leyes y otras formas de oponerse a la corrupción desde las palabras son, en nuestro país, expresiones desacreditadas, que no gozan de prácticamente ninguna credibilidad.
Los hechos son que los que detentan poder ni rinden cuentas, ni están sometidos a verdadera fiscalización, ni a un régimen de consecuencias en lo que respecta al manejo de los bienes públicos. Y lo peor, que se comportan con estos bienes públicos como si se tratara de un patrimonio personal, utilizándolos discrecionalmente o distribuyéndolos como si se tratara de su fortuna y no del erario. Este es un mal endémico de la sociedad dominicana, que se ha manifestado con mayor o menor magnitud en todos los gobiernos.
Estas ideas vienen a cuenta de un comportamiento ejemplar asumido por la casa real en España: un yerno del Rey Juan Carlos, ha sido apartado de la vida pública de la corona por su presunta implicación en una trama de negocios ilícitos. En nuestro país, por el contrario, además de la no rendición de cuentas por parte de los funcionarios, las denuncias sobre actos reñidos con la ley se suceden sin que tan siquiera se investigue. Y cuando se investiga y se encuentran evidencias de actuaciones indebidas, no hay consecuencias legales.
Lo peor es que la ostentación de riquezas de cuyo origen no se puede dar explicación se ha extendido como un signo del poder. Todo esto alimenta la creencia de que la impunidad es inherente al ejercicio del poder.
Hacer lo que nunca se hizo en esta materia será establecer una cultura de la legalidad, de la rendición de cuentas y un régimen de consecuencias para todo aquel que cometa actos de corrupción.
Los que apoyamos a Danilo lo hacemos porque creemos que él entiende la magnitud del problema y que será capaz de enfrentar sus diversas causas y manifestaciones.
Publicado en Santo Domingo, fecha 14 de diciembre de 2011, ver publicación en Perspectiva Ciudadana
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