El Primero de Mayo conmemoramos una historia colectiva, pero también, para mí, profundamente personal. Esta fecha no evoca solo la ejecución de los organizadores de una huelga histórica en Chicago ni únicamente los logros laborales conquistados con sacrificio. Es, ante todo, una ocasión para honrar a quienes consagraron su vida a dignificar el trabajo y a sembrar conciencia sobre lo que significa vivir con justicia.
En mi casa, esas ideas no eran abstractas. Mi padre fue un trabajador incansable, dirigente sindical, legislador comprometido y formador de generaciones. Pero, sobre todo, fue un hombre profundamente preocupado por la dignidad humana. Desde joven integró la Juventud Obrera Católica (JOC), y desde allí abrazó una causa que lo acompañó siempre: mejorar la vida de los trabajadores, no solo en lo salarial, sino desde una visión ética, integral y transformadora. Su norte fue claro: un país no puede crecer con espaldas encorvadas ni voces silenciadas; el desarrollo debe medirse por la calidad de vida de quienes lo sostienen cada día.
En ese mismo hogar, el padre Fernando Arango, S.J., era una presencia cercana. No era una autoridad distante, sino un compañero de ideas, un guía espiritual y político a la vez. El padre Arango no enseñaba desde el púlpito: enseñaba caminando junto a la gente. Fue él quien trajo a nuestro país una pedagogía que marcó a generaciones: el método de encuesta ver, juzgar y actuar. Esta herramienta nos enseñó a leer la realidad desde los ojos de los más vulnerables, a identificar la injusticia y a organizarnos para transformarla. En el Movimiento Estudiantil de Concientización (MEC), insistía también en la importancia del proceso de concientización propuesto por Paulo Freire y en el valor del método de trabajo como camino para formar ciudadanos críticos, comprometidos y transformadores.
Recuerdo una experiencia de hace casi treinta años, cuando regresaba agotado pero entusiasmado de una jornada de promoción juvenil en las provincias, preparando un “Encuentro Nacional de Jóvenes contra el Hambre” en el Club Mauricio Báez. Al compartir con el padre Arango lo logrado, él me escuchó con atención y luego me dijo, con serenidad: “Henrito, en este país, tienes que aprender a comenzar muchas veces.” Aquella frase, lejos de frustrarme, sembró en mí una conciencia duradera: que el cambio social profundo exige persistencia, humildad y visión de proceso. Aprender a comenzar muchas veces es comprender que toda transformación verdadera se teje lentamente, paso a paso, volviendo, corrigiendo, reimpulsando. Porque todo verdadero avance nos invita, una y otra vez, a volver al origen con más conciencia, para seguir construyendo con sentido y propósito.
Ese legado me acompaña cada día. Me recuerda que el papel de un juez no puede reducirse a aplicar normas en abstracto. La ley es una herramienta, sí, pero su fin último es la dignidad humana. Esa fue siempre la enseñanza de mi padre y del padre Arango, S.J.: que la justicia debe mirar a los ojos. Debe comprender la realidad concreta de las personas. No hay justicia posible sin justicia social.
Desde el rol que hoy ocupo, intento honrar esa herencia. Cada vez que impulsamos una justicia más accesible, más humana, más cercana. Cada vez que insistimos en que el Poder Judicial no puede ser una torre aislada, sino una institución al servicio de la ciudadanía. Lo hago cuando recordamos que no se trata solo de eficiencia, sino también de sensibilidad.
Hoy, al celebrar el Día Internacional de los Trabajadores, pienso en quienes sostienen este país desde sus oficios, muchas veces sin descanso y sin derechos. Pienso en las mujeres que cuidan, en los jóvenes que buscan oportunidades, en los obreros, maestros, enfermeras, agricultores, choferes. Pienso también en quienes nos antecedieron en la lucha: en sus marchas, en sus huelgas, en sus palabras. Y siento que no podemos fallarles.
Este día es una llamada a la memoria, pero también a la acción. Nos recuerda que la justicia que proclamamos tiene raíces, nombres y rostros. Es una justicia que nace del compromiso con la equidad, la igualdad y el respeto a la vida humana. Que se construye todos los días, en cada decisión, en cada sentencia, en cada gesto que acerque al Poder Judicial a su verdadera razón de ser: la gente.
Y es también una fecha que se enlaza, íntimamente, con otra: el 3 de mayo, día en que falleció el padre Arango, S.J. Ese mentor que acompañó a mi familia y entregó su vida a la dignidad de los trabajadores y a la conciencia cristiana y social de una generación.
El padre Fernando Arango, S.J., fue una figura trascendental para la formación cristiana, social y política de varias generaciones de jóvenes dominicanos.
Que este Primero de Mayo nos inspire a seguir construyendo un país donde los derechos no sean privilegios, donde el trabajo sea fuente de dignidad y donde la justicia, como soñaron quienes nos formaron, esté siempre del lado de quienes más la necesitan.