Hoy vivimos en un contexto mundial marcado por el auge de populismos de distintas ideologías y una creciente crispación política. Resultado de este fenómeno y del hecho de que las sociedades viven grandes cambios que generan incertidumbre, muchos Estados de Derecho se han visto vulnerables. Esta situación, impulsada por un tendencia a desafiar las instituciones democráticas, ha generado desequilibrios significativos, amenazando la estabilidad de sistemas judiciales y democráticos.
Países que históricamente han servido como ejemplos de democracias sólidas ahora enfrentan profundas crisis institucionales que ponen en peligro avances del Estado constitucional. Uno de estos avances es la independencia judicial, un pilar esencial para cualquier sociedad que aspire al imperio de las leyes y la convivencia pacífica en dignidad.
En Israel, antes del lamentable conflicto bélico, se discutía una polémica reforma judicial impulsada por sectores ultraderechistas dentro del gobierno, que proponían limitar la capacidad de los jueces para actuar con independencia frente al poder político. Este tipo de medidas, disfrazadas de reformas democratizadoras, buscan despojar a la justicia de su capacidad para ejercer como contrapeso, debilitando así la separación de poderes que es fundamental en una democracia.
Por otro lado, en España, la parálisis en la elección del Consejo General del Poder Judicial se mantuvo por años. Un reflejo del estancamiento político fruto de la marcada polarización que afectó a su sistema judicial. El bloqueo de esta institución generó inestabilidad y retrasos en la renovación de jueces, lo que pone en riesgo la capacidad de los tribunales para funcionar de manera eficaz y justa.
Sin embargo, el caso que más debe preocuparnos, pues se trata de un país de la región, es el de México. En ese hermano país se ha dado un paso peligroso con la reciente reforma judicial que introduce, entre otras políticas, la reducción del tiempo de ejercicio de la judicatura y la elección popular de jueces y juezas.
A primera vista, esta medida parece buscar una justicia más cercana al pueblo. Los argumentos usados para promoverla es el necesario combate de la corrupción judicial, el clientelismo y el nepotismo. Pero al analizarla más profundamente, los riesgos se hacen evidentes.
Cuando se somete la justicia al voto popular, pierde su independencia y se expone a presiones políticas y corrientes populistas. Pues el oficio de jueces y juezas, por su naturaleza, no conlleva el concurso de simpatía que supone una elección abierta. En lugar de basarse en el mérito, la formación y la imparcialidad, los jueces se verían obligados a actuar bajo las expectativas de un electorado que puede no entender la profundidad de los complejos principios del Derecho. Esta politización del sistema judicial supone un peligroso retroceso que puede debilitar gravemente la institucionalidad.
República Dominicana parece estar lejos de aventuras de este tipo. Sin embargo, no podemos mirar hacia otro lado, la justicia tiene deudas históricas y problemas reales. Debilidades que son resultado de su diseño institucional y de deficiencias que están recibiendo atención.
Ahora bien, estos casos internacionales nos recuerdan los graves riesgos que enfrentan los sistemas judiciales cuando no se abordan los problemas históricos que los aquejan. Entre ellos, uno de los más críticos es la endogamia judicial, una tradición que ha aislado a la justicia del resto de la sociedad y ha dificultado la solución de vicios y problemas internos.
Y es que cuando los sistemas judiciales no logran adaptarse y atender las necesidades de las personas, se vuelven ineficientes y pierden la confianza pública. Esta falta de renovación y transparencia en el interior de los sistemas judiciales genera una brecha entre la justicia y la sociedad, lo que puede dar lugar a crisis que pueden ser utilizadas por intereses para generar retrocesos en vez de soluciones.
La independencia judicial tiene un valor crucial. Para cualquier sistema democrático, la independencia de los jueces significa que estos deben actuar bajo las normas del Derecho y no bajo presiones políticas, sociales o económicas. Como establece nuestro marco jurídico, los jueces están obligados a seguir un orden jerárquico de normas, donde la Constitución y las leyes tienen prioridad absoluta sobre otras disposiciones de menor rango. Esto garantiza que sus decisiones se basen únicamente en lo que dicta el Derecho, sin influencias externas.
Para entenderlo de manera sencilla: la independencia judicial implica que los jueces no pueden ser manipulados ni por los partidos políticos, ni por el gobierno, ni por la opinión pública, tampoco por votantes. Deben resolver los conflictos basándose exclusivamente en la ley. Este principio se fortalece con mecanismos como la inamovilidad de los jueces, que los protege de ser removidos por decisiones impopulares, y la selección basada en méritos, que asegura que solo los más capacitados ocupen estos cargos.
Es por eso que el esfuerzo de transformación que lleva adelante el Poder Judicial es clave. Una justicia que esté al día, que actúe de manera imparcial y que sea accesible para todos es la mejor defensa contra los peligros que acechan a los Estados de Derecho en todo el mundo. Solo así garantizaremos que nuestra democracia continúe firme y que la justicia sea verdaderamente un servicio a la sociedad, libre de influencias y comprometida con su mejora continua.