La tecnología que humaniza la justicia

3 de octubre de 2025

La relación entre justicia y tecnología suele despertar recelos. Para muchos, introducir algoritmos, plataformas digitales y expedientes electrónicos podría convertir el acto judicial en un proceso frío, mecanizado y distante.

Sin embargo, la experiencia de los últimos años demuestra lo contrario: cuando se orienta con principios éticos y una visión humanista, la tecnología puede hacer la justicia más humana, porque la acerca a las personas, la hace más accesible y refuerza la confianza ciudadana en las instituciones. Lo aprendimos escuchando a quienes investigan estas transformaciones en el mundo y también mirando con honestidad nuestras propias limitaciones.

Desde la filosofía del derecho, voces como la de la jurista Mireille Hildebrandt recuerdan que los algoritmos “no justifican: simplemente ejecutan”, y que por eso deben permanecer bajo el control humano. A su vez, el filósofo Luciano Floridi plantea que toda inteligencia artificial aplicada a la justicia debe regirse por cinco principios: beneficencia, no maleficencia, autonomía, justicia y explicabilidad.

En otras palabras: la innovación solo es legítima si protege la dignidad, la libertad y la igualdad de las personas. Si la respuesta a “¿para qué digitalizamos?” es “para la comodidad de la institución”, nos estamos equivocando; si es “para devolver tiempo de vida a las personas”, vamos en la dirección correcta.

El plano comparado confirma que este debate es universal. Instituciones internacionales como la Comisión Europea para la Eficiencia de la Justicia han marcado pautas éticas para el uso de inteligencia artificial en tribunales. El National Center for State Courts en Estados Unidos promueve sistemas centrados en el usuario, con interfaces claras y accesibles para todos, incluidas las personas con barreras lingüísticas o de conectividad.

La OCDE, organización a la que la República Dominicana está en proceso de acceder, insiste en que la digitalización judicial no es solo un asunto técnico, sino una estrategia de gobernanza para recuperar la confianza en el Estado de derecho. Estonia ha logrado que el expediente judicial sea completamente electrónico y seguro gracias a la identidad digital y a blockchain.


Singapur y Canadá han creado tribunales en línea para reclamaciones de menor cuantía, con lenguaje ciudadano y procesos simplificados. Y en América Latina, Brasil puso en marcha el programa Justiça 100% Digital. 


Por supuesto, en la República Dominicana hemos implementado proyectos como la Juriteca, (para democratizar el conocimiento jurídico); el Tablero de Transparencias; el Observatorio Judicial, para medir y corregir con evidencia. Nada de eso es un despliegue técnico neutral. Es un compromiso con que cada decisión se oriente a la persona.

También asumimos con realismo los riesgos. La sociología digital aporta una advertencia decisiva: la brecha tecnológica puede traducirse en exclusión. Como señala el World Justice Project, si los sistemas digitales no se diseñan pensando en los más vulnerables, corremos el riesgo de crear una justicia para privilegiados conectados y otra para los marginados. Por eso apoyamos las cabinas de acceso, el lenguaje ciudadano, la asistencia remota y presencial, y por eso insistimos en que toda herramienta nueva venga con su manual ético: transparencia de funcionamiento, control humano, explicabilidad.


La justicia, incluso la más moderna, sigue siendo un acto humano: escuchar, ponderar, justificar, responder. La velocidad no puede atropellar la deliberación; la eficiencia no puede recortar garantías.


He hablado de tecnología y he hablado de ética, pero en realidad he hablado de personas. La transformación digital de la justicia, entendida así, no va de pantallas ni de software: va de tiempo ganado a la incertidumbre, de costos evitados a quien menos puede, de lenguaje común entre institución y ciudadanía.

Lo que muestran las experiencias globales y locales es que la justicia no se deshumaniza por el uso de pantallas o algoritmos; se deshumaniza cuando llega tarde, cuando es inaccesible, cuando es opaca o cuando discrimina. Al contrario, se humaniza cuando una madre puede consultar desde su teléfono el estado de un proceso de manutención; cuando un ciudadano en un pueblo remoto recibe una notificación sin viajar a la capital; cuando un joven puede resolver en línea una disputa de consumo sin gastar más en abogados que en el monto en juego.

Richard Susskind, uno de los teóricos más influyentes en este campo, lo resume con claridad: los tribunales digitales no son un capricho futurista, sino la forma más realista de garantizar acceso, transparencia y legitimidad en sociedades cada vez más interconectadas. Yo lo he visto en los ojos de las personas que sienten que, al fin, la justicia les respondió.

Mirando hacia adelante, me sigo guiando por cuatro palabras que han ordenado nuestras decisiones: dignidad, libertad, igualdad y solidaridad. Dignidad para tratar a cada persona como un fin y no como un número de expediente. Libertad para que los procesos no se conviertan en una forma de cautiverio temporal por demoras evitables. Igualdad para que la geografía, los ingresos o la discapacidad no sean fronteras. Solidaridad para que el diseño piense primero en quien más lo necesita. Estas palabras no son adornos; son criterios operativos. Nos han permitido priorizar, rectificar, aprender.

La tecnología nos está dotando de herramientas. Nosotros ponemos el propósito. Y cuando el propósito es servir mejor, cada avance, por pequeño que parezca, vale como una promesa cumplida.

Porque al final de todo, lo que nos justifica no es el brillo de una herramienta, sino la tranquilidad de un ciudadano que, por fin, sintió que la justicia le respondió.

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