En este blog suelo aprovechar la oportunidad para pensar en voz alta sobre los retos de nuestro tiempo y del futuro. Hoy quiero sin embargo detenerme en uno de los más urgentes y menos resueltos: la brecha digital.
Desde hace más de dos décadas, académicos como Mark Warschauer, en su libro Technology and Social Inclusion (2003), insistía en que la verdadera desigualdad digital aparece cuando la falta de conectividad y de competencias deja a millones de personas sin posibilidades reales de ejercer sus derechos.
Por su parte, Manuel Castells en su análisis de la sociedad red, explicaba que la exclusión digital se traduce en exclusión social, y por tanto afecta directamente a la igualdad ante la ley.
En el ámbito judicial, esta constatación tiene un peso enorme. Si la justicia se digitaliza y parte de la población no puede acceder a ella, lo que en principio era un avance tecnológico se convierte en una nueva forma de desigualdad estructural.
Imaginemos, por un momento, a alguien que es parte en un proceso judicial y que no está inscrita en la plataforma de notificaciones electrónicas. Mientras las demás partes reciben avisos automáticos e inmediatos en su sistema, esa persona puede recibir más tarde el mismo requerimiento judicial. El resultado es grave: puede perder un plazo para contestar una demanda, para apelar una decisión o para presentar pruebas.
La asimetría de las capacidades de los medios analógicos con los digitales, en este caso, se estarían traduciendo en una desigualdad procesal evidente.
Este riesgo no afecta a todos por igual: golpea con más fuerza a comunidades rurales, personas mayores y personas con discapacidad, ampliando aún más las brechas sociales existentes. Los resultados de la Encuesta de Acceso Digital de julio de 2025 confirman esta realidad: el 86% de los usuarios valoran positivamente la plataforma, pero un 30% ha tenido dificultades en la clasificación de asuntos. Esto nos recuerda que la transición digital debe acompañarse de ajustes constantes para evitar que los problemas técnicos se conviertan en nuevas barreras de acceso
Esta asimetría no hubiera sido relevante hace tan solo unos pocos años, pero ahora ya sí lo es. Debemos recordar que hace tan solo tres años, cuando se aprobó la actual Ley de Uso de Medios Digitales, apenas un 3% de los trámites judiciales se realizaban en formato digital; hoy ya rondan el 40% y la cifra sigue creciendo rápidamente.
Hoy, el panorama es radicalmente distinto: una gran cantidad de los procesos ya se canaliza por medios electrónicos. Lo que empezó como una innovación tímida y parcial, hoy se expande aceleradamente. Y lo que en su momento se concibió como una modernización administrativa, en poco tiempo se convirtió en un verdadero derecho ciudadano.
En muchos países, la gente espera, y con razón, que la justicia sea accesible digitalmente en su totalidad, de la misma manera en que espera que la salud, la educación o la seguridad social lo sean.
Soy de la opinión de que en la República Dominicana estamos en condiciones de ofrecerlo en el terreno judicial y creemos que la ciudadanía también desea y merece ver esta evolución del servicio que le ofrecemos.
Por supuesto, sabemos que aún existe una brecha de acceso y de uso: no todas las personas tienen la misma conectividad ni las mismas competencias digitales. Precisamente por eso el Poder Judicial no puede limitarse a digitalizar trámites; debe garantizar que la transición digital no se convierta en un factor de exclusión.
Eso significa diseñar y aplicar sistemas verdaderamente inclusivos, con interfaces intuitivas, soporte multilingüe y adaptaciones para personas con discapacidad. Significa también ofrecer asistencia directa en los propios tribunales, con funcionarios preparados para acompañar a quienes lo necesiten, y crear lo que podríamos llamar una “suplencia digital”, es decir, alternativas presenciales que aseguren que nadie quede fuera.
Este enfoque se inscribe en una tendencia internacional que ya tiene expresiones muy claras. Costa Rica, por ejemplo, fue pionera en 2010 cuando su Sala Constitucional declaró que el acceso a Internet es un derecho fundamental vinculado estrechamente con la libertad de expresión y el acceso a la información.
En México, la reforma constitucional de 2013 elevó a rango constitucional el derecho de acceso a las tecnologías de la información, incluida la banda ancha y el internet, lo que permitió al Poder Judicial avanzar con el expediente electrónico y las audiencias virtuales.
Estonia, que por supuesto es un referente mundial en digitalización, estableció desde 2001 que todos los organismos públicos tienen la obligación legal de garantizar acceso electrónico a la información, y lo hizo sobre una infraestructura robusta de identidad digital y sistemas interoperables.
Todas estas experiencias muestran que el acceso digital es ya reconocido como un derecho fundamental, habilitador de otros derechos, y que la justicia no puede quedar al margen de este movimiento.
En nuestro caso, tenemos la oportunidad de dar un paso más: no solo reconocer el acceso digital como un derecho, sino afirmar que el Poder Judicial tiene la responsabilidad indeclinable de garantizarlo. Para lograrlo, el Poder Judicial no puede avanzar solo. Se requiere la acción conjunta del Estado para garantizar conectividad y de universidades y colegios profesionales para acompañar en la capacitación.
Me gusta resumir esta convicción con una idea que considero esencial: la justicia digital no es solo un avance tecnológico, es un compromiso ético con la igualdad.
Si no abordamos este reto, la justicia digital podría profundizar las brechas que promete cerrar. Pero si lo hacemos bien, será la infraestructura que asegure igualdad procesal en el siglo XXI y fortalezca la confianza ciudadana en la justicia.