El juicio de Jesús: una mirada crítica y actual

16 de abril de 2025

El juicio de Jesús de Nazaret ha sido considerado, con razón, el proceso más injusto de la historia. Un símbolo de lo que ocurre cuando la justicia es desplazada en favor del miedo, la presión de la popularidad o el servicio al poder. Más allá de las creencias individuales, su figura ofrece un punto de partida esencial para reflexionar sobre la justicia, el rol de las instituciones y el deber ético de quienes las representan.

Hace varias décadas, el expresidente de la República y jurista Salvador Jorge Blanco publicó El juicio de Jesús, un análisis desde el Derecho que, con rigor técnico, advertía lo que muchos hoy seguimos repitiendo: que en aquel proceso se violaron garantías elementales que, aun bajo los estándares de la época, debieron haber protegido a cualquier acusado. Con mayor razón, al revisar ese juicio desde los principios contemporáneos (la presunción de inocencia, la defensa técnica, la imparcialidad judicial y la legalidad del procedimiento), no cabe duda de que estamos ante un paradigma de la injusticia institucional.

Desde su arresto nocturno y sin acusación formal, hasta la condena dictada sin pruebas concluyentes ni derecho a defensa, el juicio de Jesús estuvo plagado de vicios estructurales. El interrogatorio ante el Sanedrín ocurrió a puerta cerrada, de madrugada, violando la publicidad y legalidad del proceso. No se le permitió testigo de descargo alguno. Se recurrió a testimonios inconsistentes y manipulados. El veredicto fue dictado con prisa, sin motivación suficiente y sin espacio para la deliberación. La decisión, más que judicial, fue política. Y Pilato lo sabía.

Poncio Pilato, gobernador romano, interrogó a Jesús y declaró no hallar falta en él. Sin embargo, ante la presión del Sanedrín y el clamor de la multitud, cedió. Lavó sus manos. Y autorizó una condena que reconocía injusta. (Pilato es, para muchos, el “romano perfecto”: símbolo del poder que prioriza el orden sobre la justicia, que administra sin convicción y elude la verdad para preservar el sistema.) Su gesto no fue de ignorancia, sino de resignación.

Entonces cabe preguntarse: ¿fue la justicia la que condenó a Jesús?

No. Fue, más bien, su ausencia. Fue la renuncia a la justicia. La escena que hoy recordamos como “juicio” fue una formalidad hueca, revestida de legalidad pero desprovista de legitimidad. La justicia no se equivoca cuando actúa conforme a sus principios. Se corrompe cuando abdica de ellos. Pilato no falló por ignorancia, sino por debilidad. Y esa renuncia convirtió el tribunal en instrumento del poder, no en garante del Derecho.

Si Jesús fuese juzgado hoy, ¿qué garantías tendría? ¿Tendría defensa efectiva, acceso a prueba, igualdad ante el tribunal? ¿O sería víctima de linchamientos mediáticos, prejuicios anticipados y discursos de odio amplificados en redes? La pregunta no es retórica. En un mundo donde el populismo penal se expande, donde la justicia se exige como castigo inmediato y no como proceso garantizado, el juicio de Jesús adquiere nueva vigencia.

El populismo penal erosiona las bases del Estado de Derecho: la presunción de inocencia, la legalidad, la proporcionalidad, el derecho a un juicio justo. Bajo esta lógica, se condena no por lo que se prueba, sino por lo que se teme o se desea castigar. La figura de Jesús nos interpela: ¿estamos dispuestos a defender el debido proceso aun cuando se trate de personas impopulares, distintas o incómodas? ¿O volveremos a lavar nuestras manos, dejando que otros griten el veredicto?

El juicio de Jesús nos llama a construir instituciones que no dependan del volumen del grito en la plaza, sino de la fuerza del Derecho. Que actúen con valentía, incluso cuando el fallo sea impopular. Que protejan al imputado no como obstáculo para la justicia, sino como garantía para todos de que seremos tratados con dignidad, aun en los momentos más difíciles.

El respeto al debido proceso no es una formalidad. Es la esencia misma de la justicia. El Derecho no es simplemente un conjunto de formas: es el compromiso de las instituciones con la verdad, con la equidad, con la dignidad de las personas. El juicio de Jesús, con todo su peso simbólico, nos advierte lo que ocurre cuando ese compromiso se rompe.

Por eso, hoy más que nunca, recordar ese proceso es también un llamado: a no ceder ante la presión, a no disfrazar de justicia la voluntad de favorecer al poder o a la calle, y a no repetir (ni en lo simbólico ni en lo real) las sombras de aquella madrugada que la historia no ha dejado de juzgar.

Imagen: ’Ecce Homo' (1871), pintura al óleo sobre lienzo de Antonio Ciseri

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