Algunos recuerdos iluminan el presente con la claridad de sus orígenes. Para mí, uno de estos puntos de partida fue 1982, cuando entré en el Movimiento Estudiantil de Concientización (MEC). Allí, de la mano del padre Fernando de Arango, S.J. descubrí tanto la doctrina social de la Iglesia como los documentos de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM), que hablaban de justicia, dignidad y compromiso con los más pobres como si fueran un llamado directo a nuestra generación.
Así, en la librería San Pablo (propiedad de doña Luisa Pepén, hermana de monseñor Pepén) encontré una publicación del CELAM que contenía dos frases que me impresionaron y aún hoy me acompañan: la primera “hay que evitar el dualismo que separa el cambio de la persona del cambio de la sociedad” y la segunda “son también responsables de la injusticia todos aquellos que no actúan en favor de la justicia con los medios de que disponen”.
Estas dos frases provenían de la Conferencia de Medellín, uno de los hitos del CELAM que, en estos 75 años ha estado presente en cada paso de la historia reciente América Latina, compartiendo dolores, ofreciendo guía ética y también acompañando la evolución de nuestra concepción de la justicia.
En Río de Janeiro, en 1955, se habló de justicia como orden social cristiano. Era el tiempo de la Guerra Fría, y la prioridad parecía ser preservar la fe frente a ideologías percibidas como amenaza. Medellín, en 1968, supuso un giro radical: la justicia se entendió como liberación integral, y se denunció por primera vez con fuerza la “violencia institucionalizada” que padecían los pueblos latinoamericanos.
Once años después, en Puebla, los obispos proclamaron que la justicia es un “derecho sagrado” inscrito en el corazón mismo del Evangelio, y pusieron rostro a la pobreza: niños de la calle, campesinos sin tierra, indígenas e indígenas, afrodescendientes.
En Santo Domingo, en 1992, en pleno inicio de la globalización, la justicia se entendió también como inclusión cultural y reconocimiento de las identidades históricamente negadas. Y en Aparecida, en 2007, con la mano redaccional del entonces cardenal Bergoglio, la idea de la justicia consolidó su evolución: de una justicia entendida como orden, hacia una justicia comprendida como liberación, dignidad y misión.
Del paternalismo asistencial al compromiso transformador. De una Iglesia centrada en la institución a una Iglesia pueblo de Dios, con laicos corresponsables en la construcción de una sociedad más justa.
En la República Dominicana hemos vivido un proceso análogo, aunque en clave institucional y laica. Las reformas de justicia que hemos impulsado en los últimos años parten de un mismo núcleo: la dignidad de la persona.
Ese compromiso se traduce en medidas concretas; lenguaje claro y guías ciudadanas que hacen comprensibles las decisiones; mediación y justicia restaurativa en barrios vulnerables; datos abiertos como ejercicio de transparencia; atención especializada a infancia, mujeres, migrantes y personas privadas de libertad; juzgados móviles y audiencias híbridas que acercan el servicio a todo el territorio; y pilotos de inteligencia artificial bajo control judicial, siempre con evaluaciones éticas y de sesgo.
La centralidad de la persona no es un enunciado, es poner al ciudadano y su dignidad en el centro mismo de la organización judicial.
En este 2025 el CELAM ha organizado un itinerario de Encuentros Regionales Eclesiales, en los que se dialogará en cada subregión (Caribe, Andina, Cono Sur, entre otras) sobre los desafíos actuales.
Estaremos atentos a su desarrollo y a sus conclusiones, del mismo modo que aguardamos la oportunidad de leer con atención Dilexit te, primera encíclica del Papa León XIV, anunciada como una profunda reflexión sobre las necesidades de los pobres así como sobre la inteligencia artificial.
Conviene recordar que la encíclica Rerum novarum, escrita por el Papa León XIII en 1891, abordó el trabajo y la dignidad del trabajador en el contexto de la segunda revolución industrial. Hoy, el Papa León XIV ha señalado que aquel texto marcó el inicio de la doctrina social de la Iglesia, y que esta debe reinterpretarse a la luz de la realidad contemporánea, en particular frente a los desafíos que plantea la inteligencia artificial.
En este nuevo tiempo, cuando la revolución tecnológica pone a prueba nuestras instituciones y la manera en que entendemos la dignidad humana, coincido en que se hace imprescindible una guía ética que ilumine los retos del presente sin apartar la mirada de los más pobres y vulnerables.
Quienes nos sentimos inspirados por el mensaje social de la Iglesia católica y, a la vez, por la potencia transformadora de la tecnología, sabemos que no son caminos paralelos: se encuentran en la pregunta por la dignidad. La técnica cambia lo posible; el Evangelio señala lo deseable.