La conciencia de la justicia: un puente entre lo personal, lo institucional y lo colectivo

15 de agosto de 2025

A lo largo de mi vida he comprobado que la justicia no empieza en los códigos ni termina en las sentencias. Comienza mucho antes, en una voz interior que nos acompaña en silencio, que a veces susurra y otras veces se impone con fuerza. Es la conciencia de la justicia: esa brújula ética que nos permite distinguir lo correcto de lo incorrecto y que, aun en circunstancias adversas, nos impulsa a actuar en consecuencia.

En lo personal, esa conciencia se forjó en un hogar donde la coherencia entre lo que se decía y lo que se hacía importaba más que cualquier discurso. Allí aprendí que ser justo no siempre es lo más cómodo, pero siempre es lo más necesario. He descubierto que la integridad se construye en las decisiones pequeñas, las que casi nadie ve, y que escuchar esa voz interior no siempre trae aplausos, pero sí paz y sentido.


A veces, la conciencia de la justicia exige ir contra corriente. Como recuerda Aristóteles, el juzgador debe ser capaz de “apartarse de la estricta justicia y sus peores rigores” cuando la letra de la ley conduce a un resultado inmoral.


Esa enseñanza, vigente desde la antigüedad, nos recuerda que la equidad no es un lujo, sino la condición misma para que la ley cumpla su propósito. En lo personal, he visto que esa capacidad de apartarse del camino cómodo para seguir el camino correcto es, muchas veces, la verdadera prueba de carácter.

En el plano institucional, esa misma conciencia se convierte en un deber público. Como Juez Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana, he comprobado que aplicar la ley de forma mecánica puede ser insuficiente si se descuida su propósito más profundo: garantizar la dignidad humana. Por eso, reformas como el lenguaje claro, la apertura de datos, la transparencia activa o la digitalización de procesos no son simples innovaciones técnicas. Son intentos deliberados de alinear el sistema judicial con los principios de equidad, integridad y respeto que la ciudadanía espera ver reflejados en sus jueces.


El ejercicio de la función judicial nos confirma, día tras día, que el estricto apego a la legalidad no garantiza por sí solo la realización de la justicia. 


El Principio de Compromiso con los Derechos Humanos, consagrado en nuestro Código de Comportamiento Ético, exige que los operadores de justicia trasciendan la mera formalidad normativa cuando esta contradiga los valores universales inherentes a la dignidad humana y que se encuentran positivizados en nuestra Constitución.

En la dimensión colectiva, la conciencia de la justicia es el cimiento invisible de la confianza ciudadana. La historia demuestra que cuando las personas perciben que la justicia se administra con indiferencia o parcialidad, la democracia se debilita. La confianza no se impone; se gana decisión a decisión, caso a caso. Es un contrato tácito entre instituciones y ciudadanía que solo se mantiene vivo si las leyes, las sentencias y las prácticas judiciales se sienten justas, además de ser legales.

Por eso, un sistema judicial que aspire a ser legítimo debe reflejar en su actuación la conciencia ética compartida por la sociedad. Cuando las normas pierden validez social y moral —es decir, cuando dejan de ser reconocidas como vinculantes por la comunidad y contradicen principios éticos fundamentales— surgen tensiones que pueden desembocar en reformas legales, movilizaciones sociales o cambios constitucionales. Así ocurrió con causas universales como la abolición de la esclavitud o la consagración de los derechos civiles: no fueron solo transformaciones jurídicas, sino el reconocimiento de que la conciencia de la época ya no podía tolerar la injusticia.

Hoy, este reto es también global. Vivimos en un mundo interconectado, donde tribunales internacionales juzgan crímenes que conmueven “la conciencia de la humanidad” y donde los valores universales (vida, igualdad, libertad) deberían prevalecer más allá de cualquier frontera o ideología. Defender esa conciencia no es un acto retórico, sino una responsabilidad práctica: evitar que la justicia se convierta en un privilegio y asegurar que siga siendo un derecho para todos.

La justicia nace en el fuero íntimo, se fortalece en la institucionalidad y se proyecta en la convivencia social. Mantener vivo ese hilo que une lo personal con lo colectivo, y lo nacional con lo universal, es una de las tareas más nobles y exigentes de nuestro tiempo. Cada decisión que tomamos, grande o pequeña, debería pasar por ese filtro invisible que nos recuerda que la justicia no nos pertenece; solo está de paso por nuestras manos. Nuestra responsabilidad es dejarla, siempre, un poco más digna, más humana y más confiable de lo que la encontramos.

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Yissell Soto

Tremenda; fortalece mi convicción. Felicidades presidente .

Vanahi Bello Dotel

Usted expresa refiriéndose a la justicia…”Nuestra responsabilidad es dejarla, siempre, un poco más digna, más humana y más confiable de lo que la encontramos”.

Así es Magistrado, el dedicarnos a la obtención de justicia es todo un apostolado, desprendido de todo interés personal para dar a cada quien lo que le corresponde, según cada caso. Difícil pero perfectible.