Muchas veces he dicho que mi humilde camino de servicio descansa sobre los hombros de algunos gigantes. Hombres y mujeres que han marcado mi formación y han dejado la huella de sus valores eternos. Uno de ellos es el padre Fernando de Arango, quien murió un 3 de mayo de 1988 luego de una vida llena de aportes en los distintos espacios en que le tocó transmitir su pensamiento, su mirada de la acción y la profunda espiritualidad ignaciana.
Todo comenzó con mi papá. Desde que tengo memoria el padre Arango era un mito en mi familia. Él me bautizó en la parroquia San Antonio de Padua, en Gascue, justo un año después de mi nacimiento.
Mi madre me contó que una vez el padre Arango regañó a mi papá, pues este se puso muy triste al ver que yo lloraba porque no me llevó a una reunión en el Km. 12 de la autopista 30 de mayo, en el Instituto Nacional de Formación Agraria y Sindical (INFAS). Me encantaba el lugar, porque estaba lleno de matas de mango y hasta tenía piscina. De Arango le dijo a mi padre que yo tenía que aprender que a él le tocaba trabajar y que yo no podía hacer rabietas por eso.
En 1977 regresamos de Venezuela, donde mi familia estuvo 6 años tras mi padre ser electo secretario general adjunto de la Confederación Latinoamericana de Trabajadores (CLAT). Siempre tuve ganas de conocer al mítico padre Arango. El día que lo volví a ver fue muy significativo para mí. Lo pasamos a buscar para ir a la presentación del Código Laboral que presentaba mi padre como diputado. Al encuentro asistió el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Hatuey De Camps Jiménez, a quien yo admiraba casi tanto como a mi papá. Tres leyendas de mi historia personal estaban juntas. Y recuerdo la impresión que me causó presenciar aquella conversación entre el sacerdote, mi padre, varios dirigentes sindicales y Hatuey.
Al entrar a la adolescencia mi madre empezó a preocuparse por mi comportamiento de rebelde sin causa. Ya mi tía Eunice lo había vaticinado al decir: tan buen pelo y tan mala cabeza. El caso es que mi padre decidió llevarme a conversar con el padre Arango. Al entrar a su habitación en la residencia del Movimiento Estudiantil de Concientización noté que solo había un escritorio, una cama de una sola plaza y una silla plegable y otra donde él se sentó. Halé la silla plegable y me senté a responder sus preguntas. Al rato me recomendó el libro “Te estás haciendo joven”, que mi papá compró en la Librería Blasco.
Un 30 de diciembre, estando yo en segundo de bachillerato, el padre Arango fue a visitar a mi viejo. Le pregunté si los muchachos del MEC estaban de vacaciones. Él me respondió: “el MEC nunca ha estado de vacaciones. El 1ro de enero partimos a una jornada de trabajo solidario en Rancho Arriba, ¿quieres ir?”.
Poco después me llamó José Navarro, quien lideraba el grupo. Sin saber muy bien a qué, esa mañana estaba montado en una guagua hacia Ocoa. Mi padre me encomendó a Tony Isa, a quien contacté y nos llevó masitas y refrescos que los doce jóvenes devoramos. Al día siguiente salíamos del Centro Comunal de la Junta de Desarrollo de Ocoa hacia Rancho Arriba. Llevamos las colchas donde dormiríamos, pues el lugar al que íbamos estaba en construcción.
Tuve mis primeros contactos con esa ruta espiritual a través de sus retiros y mis primeras chispas de sensibilidad social con el contacto continuo en las zonas rurales dominicanas, teniendo al padre Arango como guía. Militaba en el Movimiento Estudiantil de Concientización (MEC) y era estudiante de Derecho en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Las jornadas de trabajo solidario, en distintas comunidades del país, no solo me transmitieron la idea de la posibilidad de impactar y mejorar realmente el futuro de los demás, sino que impregnaron mi juventud de una fe y un entusiasmo por lograr cambios y mejorías en todos los niveles de la vida social dominicana.
De su mano comprendí la importancia del método de trabajo, la mística y el compromiso como instrumentos transformadores. Y que estos deben cambiar nuestra vida para que puedan impactar la sociedad. Son aprendizajes fundamentales y me han servido en todo el recorrido (tanto en los largos años de la ‘primera ola’ de reformas judiciales, la Escuela Nacional de la Judicatura, en el servicio público, como en larecién iniciada transformación judicial que me ha tocado cogestionar.
En esos años hice grandes amigos que aún conservo y se han convertido en compañeros de la vida y coparticipes de un legado imperecedero que puedo ver germinando en todos los espacios donde hay un indicio de la filosofía jesuita.
Fernando de Arango Álvarez nació el 20 de febrero de 1924, en La Habana, Cuba. En 1941 entró al seminario y se ordenó sacerdote en 1954. Fue expulsado por el régimen castrista junto a 125 religiosos (sacerdotes y monjas) y exiliado en España. De ahí pasó a Venezuela y luego a República Dominicana.
Era asesor del Seminario Espiritual Santo Tomás de Aquino, del Politécnico Loyola. Asesor de la Juventud Obrera Católica (JOC) y del MEC. Difundía sus muchas ideas a través del programa de radio “Cristianismo al día" y “Reflexiones”. Desde ambas plataformas orientaba y aportaba a la formación de las personas sobre temas diversos tanto sociales como espirituales. También colaboró con la JOC internacional y la Central Latinoamericana de Trabajadores (CLAT).
Ahora que la República me ha dado la oportunidad de servirle, siempre tengo a Fernando de Arango en mis recuerdos. Continuaré abordando sus lecciones, sus pautas, su mística sobre el compromiso. Es una especie de turbina que hace posible que, a pesar de las dificultades, las acciones por la transformación de la justicia dominicana se mantengan como norte para mejorar el servicio. Son también la motivación para seguir adelante potenciando una justicia oportuna, íntegra y abierta, con la sensibilidad social como telón de fondo.